La
muerte, esa insondable y desconocida parte nuestra que llevamos desde que nacemos, ella, que cuando es oportuna se torna benevolente, nos brinda paz y serenidad rozándonos la frente con un suave beso de despedida. Pero que otras veces se convierte en una compañera tenaz y empecinada, agresiva, impertinente, ocultándose en forma solapada dentro nuestro pero siempre asomando, dejándose ver, en los ojos llenos de tristeza, arañando la imperceptible levedad del cuerpo que pretende conquistar, lo toma, pasea con él por los pasillos de los hospitales, por los barrios de la ciudad.
Cruel y astuta, pero nadie parece verla, ni siquiera vemos el cuerpito joven, infantil y desesperado que la alberga, ni vimos la mirada profunda de esos ojos abismales.
Ella, la
muerte, sabía que ganaría esta batalla, porque quien la portaba no podía defenderse, sola de toda soledad y abandonada de todo abandono.
Ella, la muerte, se arraigó en su cuerpo y en su alma muchos años antes de dar su cruel mazazo final. Sabía que la inocente criatura no tenía armas para defenderse, fuerzas para luchar y aunque todos la miramos, nadie la vio. Pero tal vez, ella, la
muerte, le dio al final la paz que necesitaba, o quizás, pensar esto es solo un recuerdo para no sentirnos tan mal, para soportar que los que podían hacer mucho, no lo hicieron y los que algo hicimos no alcanzó.
Pero aprendiendo siempre que la próxima vez, porque para los soldados de la miseria, del abandono y la soledad siempre habrá una próxima vez, las cosas serán distintas, que nos bastará con el intento, con lo poco o mucho que podamos hacer, que deberemos levantar muy fuerte nuestra voz para que se escuche en todos los rincones de este pueblo, y que trataremos de darle la batalla a la
muerte para sacarla del lugar en el que todavía no debe estar, no debe estar en los bebés inocentes ni en los tristes cuerpitos de los niños desnutridos, no debe estar en el rancho de la gente pobre, no debe estar en ningún lugar donde todavía no sea oportuna.
Solo nos resta esta promesa y pedirte perdón por ser tan sordos, tan ciegos, tan mudos y desearte con todo el corazón que tu alma descanse en paz.
Elida Calatrava